Es una frase que
se escucha a menudo: “…las cosas valen lo
que alguien está dispuesto a pagar por ellas en un determinado momento…”.
No puedo estar más en desacuerdo con esta afirmación y para tratar de
argumentar el porqué me gustaría exponer un episodio histórico que ocurrió hace
ya varios siglos. Se trata de una serie de hechos acontecidos en la Holanda del
siglo XVII y que se han venido a denominar como la “Fiebre del Tulipán”.
Pongámonos en
situación. Por aquel entonces, Holanda era un territorio muy próspero. La
liberalización del mercado, junto con la apertura de sus fronteras, supuso un
impulso importante para el comercio internacional. Una gran variedad de
mercancías (desde productos alimenticios hasta maquinaria de guerra) se intercambiaban
con los países vecinos. Todo esto, al final, se tradujo no sólo en grandes
cantidades de dinero que circulaban por la economía holandesa, sino también en
una sensación generalizada de riqueza en el país. Esa época fue conocida por
muchos estudiosos como la Edad de Oro holandesa.
Bien. Y es aquí
donde entra en juego el tulipán. Éste se introdujo en Europa un siglo antes,
sin pena ni gloria, pero llegado el momento consiguió despertar el interés y
atención de los nobles y aristócratas holandeses, que atraídos por sus colores
vivos lo consideraron como un símbolo de estatus para exhibir ante sus
amistades. Esto, unido a la escasez de tulipanes, hizo que sus precios de
partida fuesen en un primer momento altos (no escandalosos, pero sí elevados y
sólo al alcance de las clases más pudientes). Una ironía del destino hizo que
determinados bulbos de tulipán se “contagiasen” con un virus que modificaba sus
colores hasta el punto de producir en las flores líneas o fragmentos de
pigmentos muy llamativos. Esta circunstancia creó una expectación todavía mayor
sobre las clases altas, que veían en el tulipán “contagiado” un elemento de
diferenciación extraordinario. Ningún noble que se preciase podía prescindir de
tener un tulipán (y cuanto más raro mejor) en su mansión o palacio.
Todo esto hizo
que el resto de la población comenzase a especular con los tulipanes, ya que
los precios subían y subían sin parar. Pero ojo, como el tulipán tiene una vida
tan breve (en una semana la flor se marchita), se realizó la especulación sobre
los bulbos de tulipán (que permanecían enterrados desde septiembre hasta
junio). En la práctica, como no se podía disponer físicamente de los bulbos, lo
que se hacía era comprar y vender derechos sobre el futuro tulipán que nacería
de ese bulbo. Sería algo parecido a los contratos de futuros actuales. Y aquí
empezó toda la locura. Se habla de personas que llegaron a intercambiar hasta 5 hectáreas de tierra
por un simple bulbo. Los precios pasaron desde los 16 Florines por bulbo en
Octubre de 1636 hasta los casi 200 Florines en Febrero de 1637. La burbuja se
había hinchado. Al final, acabó como acaban todas estas fiebres especulativas:
el precio volvió a su lugar de origen, no si antes causar un daño importante.
Al menos, Holanda a raíz de esta situación y con el paso de los años, se
consolidó como un país líder en la producción de tulipanes, ocupando
actualmente casi el 90% del mercado mundial.
Este es un
ejemplo muy sencillo donde se puede observar que el valor de un activo (en este
caso un tulipán) no corresponde en todo momento con el precio pagado por el
mismo. Es obvio, que el valor de uno de aquellos bulbos era sensiblemente
inferior a 5 hectáreas
de tierra. Hay una clara divergencia entre el precio y el valor. Ejemplos de
estos los podemos encontrar a lo largo de la historia financiera en muchos
momentos. ¿Alguién recuerda qué pasó con
las acciones tecnológicas allá por el año 2000? ¿Realmente valían lo que se
estaba pagando por ellas?
Oscar Sánchez Vela.
Socio de IDYLIA.
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